El escándalo de Watergate según Steve Tesich, fue identificado como el punto de inflexión en el que los ciudadanos empezaron a rechazar la verdad cuando esta resultaba incómoda o constituía una mala noticia. A partir de entonces el pueblo buscaría en su gobierno una “protección de la verdad”, es decir, que le contara lo que quería oír. Ese cambio caracteriza la posverdad. Para la revista The Economist el presidente Trump es el epítome de la política de la posverdad, alguien que habita en un reino fantástico en el que la emoción y lo que siente real y verdadero importan más que los hechos. De tal manera que la posverdad no es sino otro nombre para la mentira o para el ejercicio de la política basado en la demagogia, el engaño y la manipulación.
La posverdad acarrea el menosprecio por la verdad. El lenguaje de la primera es el de la irresponsabilidad en política.
En esta transformación no es que el político busque necesariamente mentir sino lo que dice es independiente de cualquier preocupación por lo verdadero y lo falso.
Moral y política están desconectados como nunca en la tierra de la cuatroté.
Bastaron ocho meses para que el culiacanazo emergiera del oceáno de la posverdad presidencial exhibiendo el embuste de dos mandamientos de López Obrador: No mentir y no traicionar.
El hecho de un presidente que “todo lo sabe” como aseveró en agosto del año pasado en Zacatecas, pero del operativo fallido para detener al criminal Ovidio Guzmán “no tenía conocimiento” y su liberación “fue una decisión de su gabinete de seguridad” y finalmente meses después “yo ordené detener el operativo y se dejara en libertad a este presunto delincuente” y se le informó al presidente Trump, expone un volátil modelo de comportamiento.
Por tanto la primera conferencia del gabinete de seguridad desde Oaxaca donde un compungido Secretario de Seguridad y Protección Ciudadana flanqueado por desorientados titulares de Sedena, Semar y CNI informando del fracasado “operativo de rutina” sumóse a las posverdades presidenciales.
Y si esto no bastara, el secretario Durazo mintió al Senado para explicar el batidillo en Culiacán. Esta simulada rendición de cuentas y opacidad del primer círculo de funcionarios con el ejemplo del presidente al permitir a integrantes de su gabinete de seguridad mentirle al Poder legislativo y al pueblo, les quita su cacareada autoridad moral.
Se entiende entonces que la verdad pierda relevancia como criterio de juicio y que las percepciones se apoyen en afectos o inestables estados emocionales que se retroalimentan dentro de ese grupo moral de pertenencia donde la razón pierde su fuerza disuasiva.
En el caótico contexto actual la finalidad no es un cambio de régimen dentro de la democracia representativa sino otra democracia.
Una que supedite todo a la voluntad de un pueblo bueno, uniforme, virtuoso y homogéneo que existe sólo en la narrativa presidencial reduciendo la política a una competencia entre relatos sin correspondencia con los hechos objetivos y sin autolimitaciones éticas. Y ahí caben lo mismo la pandemia domada, el pico de casos, la maldita curva que ya es meseta o cordillera, los muertos, la recuperación económica, el fraude, el guardián electoral y la hipocresía del poder moreno que se bate y debate en arenas inmobiliarias. Todo mientras se desafía a una sociedad confinada, a sus víctimas y familiares. Una mezcla, por decir lo menos, bastante explosiva.