Autor: Alejandro Hope
La bala pasó cerca, pero pudimos esquivarla: el viernes pasado, por medio de una serie de tuits, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, anunció que se detendría por ahora la designación de grupos criminales mexicanos como organizaciones terroristas extranjeras.
Este desenlace es un logro de la diplomacia mexicana. El proceso de designación había avanzado más que en cualquier otro momento. No era cosa sencilla detener la maquinaria burocrática y convencer al presidente Trump de alterar una decisión ya tomada. En ese sentido, no queda más que felicitar al gobierno federal y, en particular, al canciller Marcelo Ebrard.
Sin embargo, no es más que un respiro temporal. Conforme avance la temporada electoral en EU, Trump podría regresar al tema e, incluso, hacer una designación intempestiva si percibe que la medida podría beneficiarlo en las urnas.
Por otra parte, este incidente revela una creciente frustración del aparato de inteligencia estadounidense con México. El entramado institucional creado como consecuencia de la Iniciativa Mérida se ha ido deshilachando gradualmente con el paso de los años. Los contactos de alto nivel se han vuelto menos frecuentes y la colaboración en el terreno se ha vuelto más compleja por la reconfiguración del sector seguridad en México.
En específico, hay dos problemas. En primer lugar, hay confusión sobre los objetivos de la política mexicana en materia de combate al crimen organizado: ¿existe una política de persecución de cabecillas de las bandas criminales? ¿Hasta donde está dispuesto a colaborar México en la “neutralización” de personajes como Nemesio Oseguera o los hijos del Chapo Guzmán? Las declaraciones del presidente Andrés Manuel López Obrador y del secretario de Seguridad Alfonso Durazo sobre un supuesto vuelco estratégico (y el fin de la política de descabezamiento de bandas criminales) se ven contradichos por eventos como el ocurrido en Culiacán hace dos meses. Decir una cosa y hacer lo contrario no contribuye a despejar dudas.
En segundo lugar, no está claro para los estadounidenses quién es el interlocutor principal en México en materia de seguridad. El secretario Durazo no ha querido o no ha podido asumir ese rol, y, sobre todo, no ha sido empoderado para tal fin por el presidente López Obrador. El canciller Ebrard ha asumido un papel importante en la interlocución con los estadounidenses, pero no tiene brazo operativo en México y las agencias de inteligencia siempre han sido reacias a trabajar con la Secretaría de Relaciones Exteriores. La Fiscalía General de la República es ahora un ente autónomo que no representa al gobierno. La Marina, el actor institucional favorito de las agencias estadounidenses, está replegada. Queda la Sedena, pero la relación de esa dependencia con los estadounidenses ha sido tradicionalmente difícil.
En resumen, el aparato de inteligencia de EU no sabe qué puerta tocar en México y no entiende lo que quiere el gobierno mexicano. Eso probablemente los llevó a coquetear con medidas unilaterales, como la designación de uno o varios grupos criminales como organizaciones terroristas.
Alejarlos de esa tentación requiere un relanzamiento de la cooperación en materia de seguridad con Estados Unidos que incluya la construcción de canales formales de interlocución y una definición precisa de objetivos comunes. Algo como una Iniciativa Mérida 2.0.
Un esfuerzo de institucionalización de ese género no es sencillo en las actuales circunstancias políticas en Estados Unidos, pero me parece mucho más útil que mandar a Ebrard de apagafuegos cada vez que Trump se despierta de malas.