La autora es directora de México Evalúa
El mundo corporativo mexicano es duro con las mujeres. Es otro de los ámbitos donde la discriminación persiste y se levantan barreras altas que dificultan su ascenso en la estructura de la organización. No es falta de aspiraciones por parte de las mujeres: las tienen y son tan intensas como las de los hombres. Es falta de oportunidades.
Este planteamiento da título a un estudio de la consultora McKinsey & Company sobre las mujeres en el mundo corporativo mexicano: “Una aspiración, dos realidades” (One Aspiration, Two Realities). Es difícil encontrar una mejor frase para sintetizar sus hallazgos.
El estudio presenta cómo se bifurcan las trayectorias e ingresos de hombres y mujeres dentro del ámbito empresarial. Vaya, ni siquiera el punto de arranque es parejo. Me explico: sólo el 37 por ciento de los puestos de entrada en una corporación son asignados a mujeres; el resto, a los hombres. A pesar de que salen de las universidades en proporciones casi iguales.
A partir de ahí, las brechas se van acentuando. En cada escalafón, perdemos mujeres. Los datos que se presentan en el estudio, que se puede conseguir en internet con facilidad, los sentí como patada en el estómago. En los puestos directivos, vicepresidencias y comités ejecutivos, la proporción de mujeres está en un rango entre 10 y 15 por ciento. Y lo peor: hemos creado culturas organizacionales que no lo ven mal. Apenas el 25 por ciento de los hombres y el 41 de las mujeres entrevistadas para el estudio cree que las mujeres están insuficientemente representadas en los niveles superiores de las organizaciones.
La cultura organizacional se asienta sobre un sistema de creencias más amplio. En él persiste la noción de que las mujeres no pertenecen a un entorno corporativo porque no pueden ser líderes sin penalizar a su vida familiar –desatenderla, enajenarla, ponerla en conflicto, llámenle como quieran–. Tampoco pueden ganar más que su pareja si quieren evitar problemas en el hogar. O el prejuicio –éste sí francamente decimonónico– de que los hombres merecen más un título universitario que una mujer.
En cuanto a los ingresos, las brechas se abren conforme se avanza en la estructura jerárquica de una corporación. En el punto de entrada, las mujeres ganan un 8 por ciento menos. En los puestos de más alta jerarquía, la distancia se amplía a 22. Es el impuesto que se paga por ser mujer.
Las empresas mexicanas tienen un rezago notable en sus prácticas de equidad de género. Muy pocas tienen una política dirigida a ese propósito. Las empresas extranjeras que operan en México son mejores en este aspecto: tienen un 30 por ciento más de participación femenina en su estructura y esto puede explicarse porque importan prácticas y políticas de sus casas matrices. El mundo, incluso algunos países del mundo en desarrollo, está mejor que nosotros.
Ciertamente es un problema que no existan buenas prácticas y políticas dirigidas a asegurar la equidad de género, por una injusticia elemental: no dar el mismo trato y la misma paga a talentos y perfiles similares. Sin embargo, también es costoso para la empresa. Existe una colección de estudios en los que se muestra que la diversidad en los equipos genera valor; los hace más potentes. Las empresas que no invierten ni piensan en políticas más inclusivas, podrían estar perdiendo dinero y oportunidades.
Pero también pierden porque desalientan a las mujeres en sus equipos. En el estudio que comento se constató que las mujeres reciben menos retroalimentación y menos coaching. Se invierte menos en ellas. Imposible no esperar un efecto: desmotivación, baja autoestima, menores niveles de satisfacción y sentido de pertenencia. Es lamentable.
En estos días hemos obtenido evidencia, como nunca antes, sobre la condición de la mujer en distintos ámbitos. Es información todavía incompleta y escasa, justamente porque no solemos recolectar y construir información con perspectiva de género. Por lo que conocemos, sabemos que la mujer enfrenta violencia en su casa, en los espacios públicos, en el transporte, en la escuela. No hay lugar confortable y seguro para un gran número de ellas. Tampoco en el mundo corporativo. Por lo descrito, puedo decir que ese contexto también es hostil.
La marcha y el paro no son “una puntada” de un grupo de alborotadoras, que tendrá un ciclo de vida predecible. Pienso que es el inicio de una disrupción, en el buen sentido, para nuestro país. Es uno de esos movimientos que empujan hacia adelante el proceso civilizatorio, que son parte del desarrollo mismo. Por eso lo debemos de celebrar.
Habrá que ver cuál es la respuesta de nuestros gobiernos. Comprobaremos si se resisten a entenderlo o si deciden fluir con ellos, poniendo los mejores instrumentos del Estado para mejorar la condición de la mujer en su integridad, en sus decisiones y en su vida laboral.