Casi al final de la célebre novela de Gabriel García Márquez, publicada hace poco menos de medio siglo, el narrador describe una de las últimas reflexiones que hace el patriarca del título: “[…] descubría en el transcurso de sus años incontables que la mentira es más cómoda que la duda, más útil que el amor, más perdurable que la verdad, había llegado sin asombro a la ficción de ignominia de mandar sin poder, de ser exaltado sin gloria y de ser obedecido sin autoridad […]”.
El patriarca, así referido por todos en su tierra, el padre, es la cabeza de un gobierno que administra el “vasto reino de pesadumbre”. No deja que nadie tome decisiones, no deja que nadie realice incluso las tareas más banales. Todo lo debe hacer él. Él cierra las puertas de la residencia, él maniobra los cerrojos. Se encarga de todo y a la vez de nada; lo hace en medio de la debacle nacional y en pleno aislamiento. Porque a pesar de ser el gobernante, a duras penas gobierna más allá de Susana Distancia. Pero sigue siendo el rey, como diría José Alfredo Jiménez.
Cuarenta y cinco años han pasado ya desde la publicación de este libro que hoy recobra relevancia dado lo observable un día sí y otro también en Palacio Nacional.
Ayer, por ejemplo, fue difícil no pensar en la novela de Gabo cuando el presidente, con enorme sonrisa en plena pandemia, volvió a exhibir boletos de lotería de una rifa que no es rifa. O hace unas semanas, cuando horas después de que el subsecretario de Salud López-Gatell dijera que estábamos frente a nuestra “última oportunidad” de evitar la catástrofe, el presidente dedicó un buen trozo de su importante tiempo, así como un video, a discutir con lo que él llama ventiladores.
Lamentablemente, lo que vemos ya se vio. En ficción en su momento, en triste realidad ahora. Baste con desglosar la cita de García Márquez para entender por qué vivimos en los tiempos del otoño del patriarca.
“La mentira es más cómoda que la duda”, piensa. En el discurso pronunciado en Palacio Nacional el domingo pasado, afirmó cosas abiertamente falsas y fácilmente refutables. Porque él está convencido de que lo que dice, por decirlo él, es cierto. No pregunta, no quiere hacerlo. Más sencillo así, así no haya verdad alguna en sus dichos.
“Mandar sin poder”; “ser obedecido sin autoridad”, piensa. A juzgar por la actitud tomada por las cúpulas empresariales en la última semana, es difícil pensar que el presidente tenga el caballo por las riendas. Los empresarios hablan abiertamente de pactos obrero-patronales sin intervención estatal, cosa inimaginable en nuestra historia moderna. Hablan, abiertamente también, de abandonar al gobierno federal y enfrentar por sí solos la hecatombe que viene.
“Ser exaltado sin gloria”, piensa. Cada vez es más difícil encontrar, salvo en los recalcitrantes seguidores del presidente, a quien pueda defender lo que sucede. Incluso quien aún empuña pluma como defensa presenta cada vez argumentos más endebles.
Dentro del propio gobierno federal hay fuentes –consultadas por quien esto escribe– que vieron el anuncio del domingo pasado como un gancho a su ánimo. No sólo propuso algo inconstitucional, sino que ni una sola palabra buena dijo sobre su heroica labor. Tuvo que salir al día siguiente, tras la baja moral creada por su discurso, a agradecer a la primera línea de defensa frente al Covid-19: doctoras y enfermeras, que, dicho sea de paso, carecen de los insumos más básicos para su labor.
Vivimos en un país tornado novela, cuyo protagonista es un personaje que habita la penumbra. Un patriarca que sólo habla con su sombra porque la confunde con el pueblo.