La llegada de Andrés Manuel López Obrador se tradujo en un voto de confianza de los ciudadanos sobre un cambio en el combate a la corrupción.
El nuevo Presidente puso en campaña, y luego de la elección, ese tema en el centro del debate. Y los mexicanos respondieron. Pocos meses después de iniciar la administración, la percepción de la ciudadanía sobre el combate gubernamental a la corrupción registraba mejoría notable (la encuesta Barómetro Global de Transparencia Internacional de 2019 registró ese avance en la imagen de la labor del gobierno).
Además del discurso presidencial, justo es decirlo, en este sexenio han ocurrido detenciones, y defecciones, que al menos rompen la inercia de impunidad reinante en el peñismo. Juan Collado es ejemplo de lo primero, la salida de Carlos Romero Deschamps, de lo segundo.
Pero esos golpes de efecto no hacen verano. Si la promesa de combatir la corrupción se convierten en una realidad este sexenio tendrá que ver no con chivos expiatorios (Rosario Robles, en la circunstancia actual), sino con procedimientos tan pulcros como exahustivos de procuración de justicia. Y en esos términos, lo que ha ocurrido con Emilio Lozoya es harto singular, para no decir preocupante.
Hay que decir que la Fiscalía General de la República tiene dos problemas de arranque. Para ser “independiente”, las motivaciones y movimientos de la FGR son demasiado parecidos a los que ha venido adelantando el Presidente de la República en diversas mañaneras; sobra decir que AMLO nada tendría que saber sobre lo que opera el fiscal. Para no hablarse –como dicen ambos que es la realidad–, a Gertz Manero y López Obrador la telepatía se les da demasiado bien. Así que la supuesta autonomía del primero está en entredicho.
En segundo lugar, el fiscal ha decidido jugar todos los dulces que el nuevo sistema de justicia le permite en un caso donde la ciudadanía ve hasta ahora sólo concesiones y no ganancias: Emilio Lozoya ha sido receptor de todo tipo de consideraciones. Todas legales, sin duda, pero el cúmulo de atenciones ha llegado a un nivel de caricatura.
El prófugo de la ley tiene a la FGR de pilmama. Ese fue el papel de la Fiscalía durante dos semanas. Y seguirá siendo ahora que el detenido está en domicilio desconocido pero a resguardo.
La Fiscalía puede argumentar que en su estrategia se van cumpliendo sus objetivos. Que si dio privilegios a Lozoya es porque armará un caso muy sólido.
Quizá a eso se ve obligada esta autoridad por una sola razón, que es por lo demás histórica: la FGR, como antes la PGR, es incapaz de armar bien un expediente. Así que si antes era a tehuacanazos como sacaban declaraciones a los detenidos, ahora los fiscales tienen que ponerse de tapete para que un prófugo les dé a cambio indicios y pruebas de actos criminales.
Lozoya será símbolo de impunidad en tanto la ciudadanía no compruebe que el trueque valió la pena. Y todo indica que para eso, si es que ocurre, falta mucho. Al menos medio año.
Durante ese periodo, la voluntad del gobierno de López Obrador por erradicar la corrupción no sólo quedará en suspenso, sino parecerá que el pacto ha sido desfavorable. Eso impactará en la imagen de este gobierno.
Y sobre esa presunta voluntad, cabe recordar que sólo hemos hablado de casos del pasado, porque para probar que van en serio contra la corrupción tendrían que actuar contra los morenistas que caigan en falta. Con Bartlett tenemos razones para preocuparnos en ese renglón.
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