Gobernar por discurso

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Juan Jesús Garza Onofre, Sergio López Ayllón, Issa Luna Plá, Javier Martín Reyes y Pedro Salazar Ugarte

El orden constitucional está en entredicho. El jueves pasado atravesamos una delgada línea con la publicación del decreto presidencial que establece medidas de austeridad. El documento pasará, por malas razones, a los anales de la historia del derecho nacional. Más cerca de Santa Anna que de Juárez, el presidente quiere gobernar por decreto. Así, su palabra se transformó en norma, ignorando la Constitución, las leyes y los principios más básicos del Estado constitucional de derecho. Se desdibujó el gobierno de las leyes y mostró su rostro el gobierno de los hombres.

El Estado constitucional tiene dos pilares básicos: la división de poderes y el principio de legalidad. El primero busca evitar que el poder se concentre en una persona, y por ello, su ejercicio se divide en los tres poderes tradicionales: ejecutivo, legislativo y judicial. El artículo 49 de la Constitución es contundente: “No podrán reunirse dos o más de estos poderes en una sola persona o corporación, ni depositarse el legislativo en un individuo, salvo el caso de facultades extraordinarias al Ejecutivo de la Unión…”.

El principio de legalidad establece que las autoridades sólo pueden hacer aquello para lo que estén expresamente facultadas por una ley. La idea es encauzar el ejercicio del poder al mandato de la ley y someterlo a la misma. Por eso, los actos realizados por una autoridad sin competencia no pueden tener consecuencias jurídicas. Son jurídicamente inválidos. Además, este principio implica que existe una jerarquía normativa: la Constitución y las leyes no pueden ser modificados por actos del Ejecutivo.

En el marco de la división de poderes, la asignación de los recursos presupuestales es una materia que compete al Poder Legislativo. Las razones son claras y longevas. El principio de que no puede haber tributación sin representación es una de las grandes conquistas del constitucionalismo moderno.

De ahí que no sea casualidad que la Cámara de Diputados —la institución que mejor expresa la pluralidad política del país— sea la encargada por mandato constitucional de discutir, aprobar y vigilar la aplicación del presupuesto de egresos. Tampoco es fortuito que existan lineamientos precisos que limitan la posibilidad de reasignar los recursos fiscales y que prevén cómo efectuar reducciones presupuestales cuando caen los ingresos públicos y que están plasmados en la Ley de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria. Se trata de reglas y principios que responden a las dinámicas democráticas de pesos y contrapesos.

Por eso generó desconcierto la conferencia matutina del Presidente López Obrador del pasado miércoles. En ella anunció que propondría la aplicación de una larga lista de medidas: la reducción “voluntaria” del sueldo de los “altos funcionarios públicos” (concepto que no existe normativamente) y la supresión de sus aguinaldos (que es un derecho laboral); la eliminación de diez subsecretarías (cuyas plazas, sin embargo, no desaparecen); el recorte del 75% de servicios generales, materiales y suministros en todas las dependencias del gobierno; posponer las “acciones y gasto del gobierno” excepto una la lista de programas prioritarios (que incluyen Santa Lucía, Dos Bocas y el Tren Maya); y hasta la creación de 2 millones de empleos. Dijo, además, que esa misma tarde publicaría un decreto especificando tales acciones.

A primera vista, las medidas presentaban un sinnúmero de problemas nada despreciables. Algunas de ellas, como la reducción de salarios, parecen abiertamente inconstitucionales. Otras, como la reasignación unilateral del presupuesto, sugieren un desbordamiento de las facultades del Ejecutivo. Y algunas más, como el recorte del gasto operativo, simple y sencillamente, resultan imposibles de cumplir, a menos que se pretenda el cierre de facto de buena parte de la administración pública federal.

Pero la prudencia aconsejaba paciencia. Aunque es conocida la complicadísima relación entre el derecho y la actual administración, la experiencia de los últimos meses también mostraba que mañaneras y decretos no eran lo mismo, y que la comunicación presidencial no siempre se traduce en normas. En esta ocasión, sin embargo, sucedió lo contrario y, literalmente, el discurso se hizo decreto.

Lo ocurrido durante la tarde del jueves 23 de abril, en definitiva, no tiene parangón en la historia constitucional de México, al menos desde tiempos democráticos. El decreto publicado en la versión vespertina del Diario Oficial de la Federación de ese día —que desvirtúa su función de publicar los actos expedidos por los poderes— es prueba escrita del desprecio por el derecho: un texto que confunde lo posible con lo deseable, la política con la norma, la ideología con la realidad.

La retórica del decreto es llamativa, por decir lo menos. Su justificación se sustenta exclusivamente en elementos discursivos. La razón de sus medidas no es el combate a la pandemia, sino el enemigo neoliberal. Su sostén reside en “los criterios que nos rigen de eficiencia, honestidad, austeridad y justicia, y ante la crisis mundial del modelo neoliberal, que sin duda nos afecta”.

En términos jurídicos, lo firmado por el Presidente y los titulares de Gobernación, Hacienda y Función Pública es, paradójicamente, un decreto que no decreta nada en absoluto y se limita a reproducir, casi íntegramente, lo dicho por el Presidente en la mañanera del día anterior.

Es un decreto que sólo “propone”, y que contiene uno de los artículos transitorios más extraños jamás visto en el México contemporáneo, pues establece que el mismo decreto se convertirá en una iniciativa de ley. Eso sí, con la advertencia de que el Presidente enviará esa iniciativa “con carácter de estudio prioritario y, en su caso, de aprobación inmediata”. Ello por si quedaba duda del papel subordinado del Poder Legislativo.

Para colmo, la iniciativa enviada por el Presidente ese mismo día tampoco brinda una solución legal viable para la implementación de las medidas. En ella solamente se propone adicionar un artículo (el 21 Ter) a la Ley Federal de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria de tal forma que una sola persona —el titular de la Secretaría de la Secretaría de Hacienda— pueda “reorientar” con total discrecionalidad los recursos del presupuesto de egresos en casos de “emergencia económica”. Una emergencia que queda totalmente indefinida, pues no se establece cuando ocurre, ni quién ni cómo se decreta (porque su base es ideológica y no factual). Además, el texto que se pretende reformar entra en conflicto con los supuestos ya contenidos en el artículo 21 de la misma ley.

El contexto que vivimos revela síntomas inquietantes. Asistimos —y creemos no exagerar— a un paulatino debilitamiento de uno de los pilares del Estado mexicano. En todo estado constitucional, los gobiernos actúan subordinados a la ley (sub lege) y mediante normas públicas y generales (per leges). La combinación de mañaneras, decreto e iniciativa que hemos visto la semana pasada son muestra del debilitamiento de ambos principios. Tenemos enfrente actos administrativos que contravienen la Constitución y las leyes e iniciativas legislativas que, de ser aprobadas, romperían el orden constitucional.

Parecería que ahora los discursos y las propuestas se presentan como normas obligatorias. Basta con ver el comunicado que ese mismo día difundió la Secretaría de la Función Pública —autodenominada “impulsora y guardiana de la Ley Federal de Austeridad Republicana”—, en el que se asegura que “emprenderá un conjunto de acciones estratégicas para vigilar el estricto cumplimiento del decreto presidencial”. Así los órganos internos de control se convierten en comisarios políticos de la voluntad presidencial.

Conforme transcurren los días emergerán más problemas, jurídicos y fácticos, en torno al decreto presidencial. Si se implementa, o si se aprueba la iniciativa de ley, es previsible que se desencadene un vendaval de litigios que incluso serán contraproducentes para la actual administración. Por eso pensamos que es imperioso corregir el rumbo.

El remedio —desde nuestro punto de vista— ya ha sido apuntado: es urgente que el Congreso despierte de su siesta y asuma un papel protagónico en esta emergencia. Las funciones de diputados y senadores no pueden estar supeditados a la voluntad presidencial.

Nos parece, en suma, que el escenario actual es insostenible. Santa Anna, que condenaba de abusadores de la libertad de expresión a sus detractores, dijo en 1839 que la primera atribución del presidente es “dar todos los decretos y órdenes que convengan para la mejor administración pública”. Esta pandemia no debe utilizarse para desactivar poderes e imponer ideologías. Si no recuperamos el sentido y respeto por los principios constitucionales y las instituciones viviremos una realidad de poderes ilimitados. Así de grave.

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