El drama de la pandemia por covid-19 cruzó ayer el umbral de las 10 mil defunciones. Está a la vista una creciente discrepancia entre la visión que guarda un amplio grupo de gobernadores y la de los funcionarios que manejan las cifras oficiales. Para estos últimos todo acabará siendo estadísticas. Los mandatarios saben que esos muertos apelarán a su conciencia y supondrán un reclamo que los perseguirá siempre, incluso más allá de cuando concluyan su gestión actual.
Los muertos pesan. Por eso tienen un impacto humano y social. Cuando el polvo se asiente, las historias incomprensibles, las cifras inaceptables regresarán en forma de costo en la imagen pública de la presente generación de políticos.
En esa tesitura se halla la jefa de Gobierno de la capital, Claudia Sheinbaum, que ha tenido diferencias cada menos discretas frente al manejo federal de la crisis sanitaria. Un ruidoso silencio rodea su distancia con respecto a Hugo López-Gatell, vocero y autor de la estrategia.
Versiones sólidas compartidas a este espacio por funcionarios federales aseguran que, en una reunión privada, la señora Sheinbaum inquirió directamente a sus interlocutores, altos mandos del sector: “¿Quién le dice al Presidente la verdad sobre el número de muertos…?”.
Su formación científica (con un doctorado y vertientes en la física y la ingeniería ambiental) quizá no dote a la gobernante capitalina de gran carisma, pero se trata de una de las mentes más ordenadas del ámbito público actual. Se ha beneficiado, además, de su cercanía con expertos, por lo que en los hechos impulsó una ruta propia, con pruebas diagnósticas más numerosas, entre otras medidas. La ciudad lidera las tablas de muertos, pero ha podido evitar una catástrofe del nivel de Nueva York.
Un reporte periodístico publicado el 18 de mayo alertando sobre el triple de muertes por covid según los registros en actas de defunción en la ciudad, resultó providencial para disminuir la presión política que se hacía sobre el gobierno local para acelerar la entrada a la “nueva normalidad”. Horas después la propia mandataria aceptó que el número de víctimas es mayor al oficial, lo que tuvo el efecto de una bomba de profundidad sobre la credibilidad del doctor López-Gatell.
Cada uno de los 10 mil muertos que ya nos marcan como país suponen un signo de interrogación que alguien deberá resolver, temprano o tarde. Los hijos, esposos o padres de ellos preguntarán por qué el porcentaje de pacientes intubados que mueren en hospitales públicos (incluso los plenamente equipados), entre ellos el IMSS —la joya de la corona—, ha sido enormemente más alto que los de hospitales privados, en particular en la ciudad de México.
Se demandará saber por qué la autoridad sanitaria anunció que el primer caso detectado, el “paciente 0”, fue el 28 de febrero, cuando en los propios registros de la Secretaría de Salud aparecen casos desde el 6 de enero, como ocurre con Mariana “N”, registrada con la clave 09f6d9 y atendida en el IMSS.
Los periodistas que han seguido esos registros —como el de las actas de defunción, o las muertes por covid reportadas como neumonía atípica— son testigos de que los registros públicos son caprichosos, pues asientan y desaparecen nombres, claves y fechas con la mayor discrecionalidad —o desorden. Lo que no se podrá borrar es la certeza de que México comenzó tarde sus medidas emergentes para controlar la pandemia, cuando desde inicios de diciembre ya el mundo sabía lo que venía de China.
Las proclamas sobre la “curva aplanada”, la “pandemia domada” o “estamos mejor que muchos” no serán suficientes para responder por qué desde el pasado fin de semana México es ya el sexto país con más contagios en América, el tercero con más muertes, el séptimo con mayor número de víctimas por cada millón de habitantes, formando una liga vergonzosa con Estados Unidos y Brasil.
La nación carga ya con más de 10 mil muertos. Y contando.