La falta de memoria histórica es uno de nuestros grandes problemas. No solo en México, sino en el mundo entero.
Hace poco menos de 102 años sufrimos la peor pandemia que jamás se hubiera registrado en el mundo, la de la ‘influenza española’, que, de acuerdo con algunas estimaciones, cobró 100 millones de vidas entre 1918 y 1919.
Se trataba del virus AH1N1, que luego resurgiera en México con una mutación.
Hay discusión acerca de si el contagio empezó en Estados Unidos o en Francia. Pero con los traslados de personal militar por efecto de la Primera Guerra Mundial, hubo una difusión muy amplia con muy pocas semanas de diferencia.
Ni la peste negra, que asoló Europa en el siglo XIV, tuvo el alcance de esta pandemia que llegó a gran parte del mundo.
México no escapó a esta enfermedad.
La primera oleada de la pandemia llegó en la primavera de 1918. La segunda, la más grave y mortífera, se presentó en el otoño de ese año. Y luego en 1919 hubo una tercera ola, más leve.
Las estimaciones de algunos historiadores de la salud indican que en el país hubo 300 mil muertes por esta pandemia, es decir, más del doble de los que hasta ahora ha producido el coronavirus en el mundo entero.
En octubre de 1918, la enfermedad se desató en los cuarteles de la Ciudad de México y en algunas entidades fronterizas del norte de la República.
Cuando se presentó la pandemia, el país salía de la Revolución y prácticamente carecía de instituciones. El presidente era Venustiano Carranza y el alcalde de la Ciudad de México (había alcalde entonces) era el general Arnulfo González.
Como respuesta a la enfermedad se suspendieron las corridas de trenes a las ciudades en las que estalló la pandemia. Los hospitales fueron desbordados rápidamente. Pero a pesar de eso, se decretó una multa de 5 a 500 pesos a los enfermos que salieran a las calles.
Se clausuraron centros de reunión como cines, teatros, escuelas, cantinas, pulquerías.
A las 11 de la noche se suspendía el tránsito de la Ciudad y se multaba a quien circulara después.
No había cubrebocas, por lo que se recomendaba al personal sanitario usar tapones en la nariz, además de una solución de creolina y ácido fénico para desinfectar. El tratamiento de los enfermos era con base en quinina, por cierto, algo no muy diferente a lo que ahora propone Trump: la hidroxicloroquina.
De acuerdo con el excelente trabajo de Lourdes Márquez Morfín y América Molina del Villar, titulado ‘El otoño de 1918: las repercusiones de la pandemia de gripe en la Ciudad de México’, algunos comercios colgaron cartelones que decían: “¡No dé usted la mano!”.
La prensa criticó al gobierno porque ya extendida la pandemia en la capital no se habían retirado a los vendedores callejeros.
Las rudimentarias mascarillas que se desarrollaron fueron recomendadas a enfermeras y doctores, así como sepultureros y personal de los panteones.
Los periódicos de la época narran cómo se amontonaban los cadáveres a la espera de sus cajas, pues no había suficientes para contener a los cuerpos.
El Demócrata, un medio muy crítico de entonces, cuestionaba en un editorial del 28 de octubre de 1918:
“México no estaba ni remotamente preparado, desde el punto de vista sanitario, para evitar la pandemia actual. Las insalubres costumbres que el Ayuntamiento no ha cuidado desterrar… el desaseo innato del pueblo, la acumulación de basura en las calles, son cosas que debieron combatirse con tenacidad”.
¿Le suena conocido?
Quizás algo aprendimos en materia de prevención de los desastres que ocasionan los terremotos, pero en cuestión de impedir los estragos de una pandemia –por más que el gobierno argumente– vemos cómo se repiten los errores que se cometieron hace poco más de un siglo.
A ver si nos sirve esta dolorosa lección.