En cuestión de horas, en México llegará a 40 mil la cifra oficial de fallecidos por Covid-19. Es una cantidad terrible por donde se le vea. Cuatro veces el número de muertos que se maneja, con escepticismo de varios, del terremoto de 1985, o cien veces las víctimas que dejó el sismo de 2017. A pesar de lo anterior, de la desproporción, no se advierte entre autoridades y sociedad el sentimiento de duelo que los mexicanos experimentaron tras las dos catástrofes sísmicas ya referidas o tras eventos traumáticos recientes. Y eso resulta preocupante.
Toda mexicana tiene una crónica personal de los grandes sismos que le ha tocado experimentar. Dónde estabas, qué sentiste, cómo reaccionaste, cuál fue tu pensamiento cuando el temblor cesó, de qué tamaño fue tu pérdida personal, cómo ayudaste a otros, cuánto creíste que ese país, que se solidarizaba en la postragedia, te reconciliaba un poco o un mucho con quienes somos, etcétera. Y cómo viviste el duelo tras conocer la destrucción de viviendas y el desamparo de muchos, o luego de saber que en tal esquina el derrumbe de un edificio mató a sus inquilinos, o de que escuelas se convirtieron, por corrupción, en una trampa mortal para niños y jóvenes.
Cada año, el 19 de septiembre es una fecha en la que los mexicanos padecen un poco o un mucho. Y algo similar ocurre con el 26 de septiembre, o el 5 de junio, fechas en que la violencia o la ineptitud criminal provocaron, respectivamente, la pérdida de jóvenes y bebés.
Estas tragedias de origen distinto al telúrico no estuvieron, por supuesto, exentas de injusticia. En los asesinatos de Ayotzinapa y en la simulación de autoridades del IMSS y de Sonora en el caso de la guardería ABC, son flagrantes las fallas y la responsabilidad de las autoridades.
Por ello, si algún aliento queda de tan funestos eventos es que México se conmovió, que el dolor permeó más allá de las víctimas directas, que algunas palancas de la justicia se movieron (no todas, ni suficientemente) y que ese duelo colectivo provocó reacciones: promesas de mayor vigilancia en espacios de cuidado infantil, revisión de la Suprema Corte de las responsabilidades de los funcionarios públicos, en el caso de Hermosillo; procesos judiciales que eventualmente llevarán algo de consuelo a las familias de los estudiantes y procesos tanto en contra de criminales como de autoridades que estuvieron en falta durante y tras las desapariciones.
Y en los casos de los terremotos, desde cambios legales para la construcción y la protección civil, cambios culturales (simulacros) hasta promesas de ayuda oficial múltiple a los daminificados.
Tan apretado e injusto resumen quiere sólo subrayar que el duelo colectivo genera, no voy a decir que cambios, pero sí la exigencia de saber qué pasó, conocer si las consecuencias de eso que pasó pudieron ser distintas (menores en costos) y por tanto un quién es quién de las responsabilidades de lo acontecido.
La pandemia no ha pasado, es una tragedia en odioso tiempo continuo. Tal condición no debiera, y menos meses después de darse las primeras víctimas mortales, impedirnos de ir sacando las lecciones de esta tragedia, o dicho con otras palabras, impedirnos de vivir el duelo.
La cifra de víctimas ya rebasa por mucho las de cada año por enfermedades respiratorias. Y no tiene parangón ni siquiera en la violencia. Pero como en esta última, parece que estamos perdiendo la enorme oportunidad de detenernos e iniciar el duelo colectivo.
El gobierno de Andrés Manuel López Obrador no tiene ningún incentivo para ser el eje de ese duelo. Apenas ayer hizo un acto simbólico al respecto. Es muy poco y muy tarde. Su falta de interés estriba en que las autoridades federales, y estatales, serán llamadas a rendir cuentas por el manejo de la pandemia. Por ellos, mientras más tarde ese proceso, mejor.
Pero también la sociedad debe examinar su comportamiento. Si no hay mayores reclamos para una revisión de la estrategia gubernamental (es un decir) para lidiar con la pandemia es quizá porque se vuelve a presentar entre nosotros esa vieja condición de la desigualdad: mueren más aquellos que desde siempre han estado invisibilizados, y por tanto sus muertes nos importan poco.
Sin duelo no habrá lecciones ni inmediatas ni mediatas. Sin duelo tampoco se dará la movilización que obligue a las autoridades a corregir o mejorar su trabajo. Sin duelo, los escombros del virus seguirán cayendo, durante demasiados meses, encima de miles de mexicanos, víctimas de un gobierno y de una sociedad indolente. Sin duelo, como se decía en 1985, seguirá temblando, pero demasiados creerán que se podrán salvar solos, encerrados.
Es hora de comenzar el duelo, de hablar de 40 mil víctimas de una enfermedad y de un sistema deficiente y desigual de atención sanitaria.