Imaginamos a la pandemia como un paréntesis. Suponemos que no es más que una desagradable pausa, algo que durará algunas semanas o meses y que culminará necesariamente con un regreso a la normalidad de 2019.
¿Pero qué pasa si estamos equivocados, si la pausa es algo más que pausa, si el paréntesis dura no semanas ni meses, sino años? Ese escenario es ciertamente indeseable, pero no tiene nada de descabellado. Consideren lo siguiente:
1. El proceso de descubrimiento y aprobación de una vacuna puede tomar 12 a 18 meses, si nos va bien. Y ese es apenas el primer problema. Luego habrá que resolver las múltiples dificultades organizacionales, logísticas y financieras que implica un programa de vacunación que llegue a 70 u 80% de la población mundial. Yo no apostaría a que esos obstáculos quedarán eliminados en cuestión de meses.
2. Empiezan a surgir algunos tratamientos prometedores para el Covid-19, desde el remdesivir hasta terapias con plasma de convaleciente, pasando por combinaciones de antiretrovirales. Pero, hasta ahora, no hay evidencia concluyente sobre la seguridad y eficacia de ningún tratamiento. Y ninguna de las alternativas terapéuticas que se están estudiando parece ser una bala de plata: algunos estudios preliminares muestran una mejoría en algunas métricas (por ejemplo, tiempo de hospitalización), pero no más que eso. Por ahora, no hay nada en el horizonte que permita suponer que en pocos meses vamos a tratar al Covid-19 como atendemos un catarro.
3. Por lo que sabemos sobre la velocidad de contagio y la letalidad del virus, no es posible llegar a la inmunidad de rebaño en el corto plazo sin provocar un desbordamiento del sistema de salud y, en consecuencia, una catástrofe humanitaria con millones de muertos. Además, aún no se sabe con precisión qué tan robusta y duradera sería la inmunidad generada por una infección al virus.
Dado lo anterior, no hay regreso posible a la “normalidad” en el corto plazo. No vamos a despertar en junio o julio con la noticia de que podemos retomar la vida que dejamos antes de la pandemia. Nos guste o no, vienen condiciones económicas, sociales y políticas muy distintas.
En primer lugar, vamos a vivir durante varios años en un mundo estructuralmente más pobre. Una sociedad sometida a reglas de sana distancia va a estar plagada de ineficiencias. Los espacios públicos y privados se van a llenar de huecos: eso necesariamente va a encarecer su uso. Como ejemplo, piensen en un vuelo donde nadie va en el asiento de en medio: la consecuencia inevitable es un boleto más caro. Algunos sectores como el turismo o el entretenimiento masivo van a sobrevivir en condiciones precarias durante años. Otros, conectados a cadenas globales de abastecimiento, van a tener que embarcarse en un ajuste estructural que puede durar años.
En segundo lugar, vamos a vivir durante algún tiempo en un mundo decididamente menos libre. En ausencia de una vacuna o un tratamiento eficaz, no va a ser posible regresar a condiciones medianamente normales sin pruebas masivas, rastreo de contactos y cuarentenas obligatorias para portadores del virus. Eso va a implicar dotar al Estado de herramientas de vigilancia y control inimaginables en sociedades democráticas. Añádase a lo anterior que muy probablemente perduren durante un buen rato múltiples restricciones a la movilidad, tanto dentro como entre países. Y cabe por supuesto que, frente a rebrotes de la enfermedad, se restablezcan periódicamente medidas de confinamiento.
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