El estrés que ha acompañado la llegada del coronavirus ha sido injustificado hasta ahora, pues ni ha desatado una ola de muertes y, paradójica, e irónicamente, ese comportamiento es lo que nos puede llevar a enfrentar consecuencias de cierta gravedad.
Sólo nos hemos enfrentado a sentir miedo al miedo pues, evidencia clínica de que nos esté golpeando con severidad, no existe. El temor al coronavirus es mayor que su potencialidad mortífera. Hay antecedentes. En 2009, cuando la influenza AH1N1 aún no tenía ni ese nombre, las alertas sonaron para paralizar la Ciudad de México y la zona conurbada del Edomex: 33 millones de estudiantes se quedaron sin clases; eventos masivos deportivos, sociales y culturales se cancelaron. Eso, sin embargo, era el protocolo que debió seguirse ante el riesgo de un brote epidémico mundial, aún si las estadísticas de mortalidad estaban contenidas.
De acuerdo con datos de la Secretaría de Salud federal, que encabezaba el doctor José Ángel Córdova Villalobos, a dos semanas de haberse declarado (el 16 de abril de 2009) una “alerta epidemiológica por un comportamiento inusual de la influenza”, estas eran las cifras: mil 384 infectados por AH1N1 y 81 decesos. Esto significó 5.8 por ciento de los casos.
Tres días después, los números eran: mil 614 casos positivos y 103 muertos. La tasa de mortalidad se incrementó un poco, era de 6.3 por ciento. Pero el primer índice estadístico, cuantitativo y verificable era claro: la tasa de mortalidad crecía a menor ritmo que el universo de personas infectadas. Comenzó a dispararse el número de casos positivos, pero la letalidad del virus no creció en proporción.
En aquel momento, me tocó cubrir la crisis de la influenza de hospital en hospital, y en la conferencia diaria que daba Córdova Villalobos, me atreví a sugerirle a mi buen amigo Carlos Olmos, coordinador de Comunicación Social de la secretaría de Salud, que posicionaran esa línea de comunicación. Así se lograría sanar a la población tanto por las medidas de restricción de reunión como por las estadísticas alentadoras de que la tasa de mortandad no crecía exponencialmente.
El tiempo nos dio la razón. Cinco meses después, la tendencia se había revertido por mucho. El número de contagios en el país ascendió a 27 mil 85 casos (la población infectada creció 18 veces) y los decesos sumaban 220, es decir, 0.8 por ciento del total (la tasa se redujo a la octava parte).
¿Fue innecesario el cerco epidemiológico decretado? No, eso mismo, como profecía autocumplida, fue lo que evitó llegar al escenario que inicialmente temió la Secretaría de Salud: un millón de muertos en tres meses por el brote. Lo que era innecesario era temerle de tal manera a la nueva cepa del virus.
El Estado de México tuvo sospecha de seis casos de coronavirus a inicios de la semana, todos los cuales resultaron negativos, y hasta ayer mantenía la sospecha sobre 10 casos más, repartidos en Tecámac, Ecatepec y Metepec. Hasta ahora, no ha habido en el país desenlaces trágicos por este nuevo virus, que ha demostrado matar menos que el miedo.
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