Está claro que el presidente no va a corregir el curso. Una característica de su personalidad es lo que considera “la lealtad a sus ideas y principios”. Aceptar otras formas de pensamiento, escuchar otras visiones, construir consensos con posturas o perspectivas diferentes, lo considera una traición. En síntesis, estamos atrapados.
El dinero público seguirá dilapidándose en una paraestatal quebrada (Pemex) y en proyectos de infraestructura (Dos Bocas, Tren Maya, Santa Lucía) innecesarios en este momento de crisis global. Cuando se debiera fortalecer el presupuesto en salud, gravemente reducido en los momentos de la pandemia, o de educación pública desmantelada para favorecer a los sindicatos, los recursos del erario se invierten en Pemex y en programas sociales. Programas por cierto que carecen de un censo –no sabemos a quiénes les entregan ese dinero– y donde las métricas de efectividad son inexistentes: “Jóvenes construyendo el futuro” difícilmente alcanza un tercio de los 930 mil beneficiarios que reportó el primer año; “Sembrando vida”, apenas un 18 por ciento de efectividad (60 mil beneficiarios), según investigación de María Amparo Casar en Nexos (Marzo 2020).
El reciente rechazo al Plan de reactivación económica de 68 medidas sugeridas por el CCE (Consejo Coordinador Empresarial), recabadas a través de paneles y mesas de discusión con muy diversos actores, fue un mensaje inequívoco de que el rumbo al despeñadero económico es inalterable. No al financiamiento y al crédito internacional, no al apoyo a empresas para la protección del empleo, no a una convención nacional hacendaria para redefinir los pesos fiscales de la nación. No a todo. Nadie puede proponer, sugerir, es su visión y sólo la suya.
¿Qué nos queda como país? Construir un México que no se sustente en el presidente, su política presupuestal, su estrategia de infraestructura (que incluye tres proyectos solamente) su negativa al diálogo con otros sectores, partidos, formas de pensamiento.
Es decir, un país donde las iniciativas y proyectos provengan de la iniciativa privada, de las organizaciones de la sociedad civil, de las universidades, de los bancos y las organizaciones financieras. Necesitamos más país, más gobiernos estatales –hoy sometidos y temerosos al poder presidencial– más municipios generando condiciones de empleo, de crecimiento, de recuperación gradual de la crisis.
La intención no pretende edificar una oposición política, un escenario fértil para el surgimiento de liderazgos alternativos, aunque si sucede, bienvenidos, pero no es el propósito central.
México no puede girar en torno a la obtusa voluntad de un hombre con una visión económica y política de los años 70, donde el petróleo era la garantía para financiar el desarrollo. Eso se acabó, esa perspectiva económica del mundo esta anquilosada. El mundo se mueve hoy a las energías limpias que, a juicio de AMLO, “afean” el paisaje. Él y su antediluviano director de la CFE sostienen que la electricidad sigue generándose con carbón, el medio más contaminante del planeta.
Todos los días el país entero gira en torno al acto escénico de cada mañana, donde el gran prestidigitador, controla y manipula las herramientas de la comunicación pública, las investigaciones, las rifas y la ocurrencia del día. No se habla de la escalada en inseguridad, del aumento grave de homicidios dolosos, del fracaso aplastante de la naciente pero incompleta Guardia Nacional, no responde acerca de la militarización en los hechos a que su decreto confinó al país. No se aborda ningún tema relevante para el país, el desplome económico, las medidas para contenerlo. El presidente habla más bien del bienestar y de la felicidad, abstractos intangibles de un discurso político hueco, sin sentido, sin otro significado que la propaganda.
Gran ironía que el gobierno “para los pobres” cumplirá su segundo año de ejercicio con 10 millones más de pobres por la mala administración económica del país. Un mal gobernante, no es el único ni el primero, hemos tenido muchos, al que se le ha permitido controlar todos los espacios, las escenas, los debates, las iniciativas.
Es hora de doblar la página: más país y menos presidente. Más país construido desde la ciudadanía, con una nueva narrativa de la empresa privada, generadora de crecimiento, de empleo y de bienestar. Más país desde las ONG y su movilización social, que no esperan permiso ni autorización de un gobierno pasmado e incapaz. Más país desde los estados y sus gobernadores, que no necesitan permiso federal para activar la economía local, sostener créditos, invitar inversionistas.
Otra gran ironía es tener tanto presidente presente en todo espacio a toda hora, y al mismo tiempo, un Estado tan disminuido en su capacidad operativa de seguridad, de protección ciudadana, de impulsor de condiciones económicas para el crecimiento, de garantizar mínimas categorías de salud pública. Mucho presidente y poco Estado.
Vamos por más país y menos presidente.
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