Autor: Ricardo Raphael
Tiene más preocupado a la sociedad el estrés que se produce en el trabajo que el ocurrido dentro de la escuela y, sin embargo, los datos estadísticos muestran que la población más susceptible a quitarse la vida es precisamente aquella que se halla escolarizada.
El suicidio en México muestra tasas de crecimiento que rondan un 275%, en adolescentes y adultos jóvenes que tienen edades entre 15 y 29 años.
De 2010 a 2017 perdieron la vida, por mano propia, alrededor de 48 mil personas, la mitad de ellas tenían menos de 35 años.
Los jóvenes entre 20 y 30 presentan la tasa más alta, al punto que el suicidio es la segunda causa de muerte en este subgrupo de la población.
Diversas investigaciones realizadas apuntan como causa el fracaso académico, la falta de oportunidades, la violencia intrafamiliar y la estrechez económica (Revista Médica del Hospital General, volumen 76. No.4).
Nunca un suicidio podría explicarse por una sola causa. Como cualquier otra decisión humana, son incontables los factores que llevan a detener la vida por voluntad propia.
Sin embargo, no debería utilizarse esa indeterminación como justificante para cruzar los brazos.
Hay variables que, por su contexto, habrían de ser observadas con mayor énfasis: no implica el mismo esfuerzo disminuir el estrés que provoca la falta de empleo disponible en la economía, que procurar un ambiente sin violencia dentro de la escuela o el hogar.
Los últimos dos son ámbitos que pueden controlarse mejor. De ahí que, respecto a esta epidemia, valga la pena centrar la mirada en aquellos espacios de la interacción social donde la intervención no solo sea factible, sino también más eficaz.
El caso de Fernanda Michua Gantus, alumna del ITAM que presuntamente se habría quitado la vida por razones vinculadas al estrés académico, desató una discusión pública que trasciende el hecho concreto, la institución y la circunstancia.
¿Por qué el modelo pedagógico del sistema educativo mexicano es indolente frente a la epidemia juvenil de suicidio?
Se trata al fenómeno como si estuviese desconectado del ambiente escolar. Las instituciones educativas asumen que, si un joven se quita la vida es porque en casa no supieron atender los síntomas de un estado de ánimo depresivo que luego terminó en tragedia.
La condena flota tan errónea como silenciosa: si la chica se quitó la vida fue por culpa de los padres. Con esta explicación tan injusta como simplista el resto del entorno elude su responsabilidad.
Cabe insistir con que un hecho así tiene muchas explicaciones y, por tanto, deberían ser revisadas cada una de ellas; entre otras, el ambiente escolar que igualmente contribuye con su propia lógica y argumento a la epidemia suicida.
En vez de arrojar responsabilidades de una esquina a otra de la mesa, como si la vida de una persona fuese una bola de billar, habría de revisarse el conjunto.
Resulta paradójico que este mismo año la secretaría del Trabajo haya publicado la norma 035, con el propósito de atender los contextos de estrés y violencia que se producen en el ambiente laboral y que, sin embargo, la secretaría de Educación no haya pensado en una norma similar para los centros educativos, sobre todo para los niveles medio y superior, que es donde la epidemia azota con mayor virulencia.
La norma 035 propone identificar y prevenir los factores de tipo sicosocial dentro del trabajo; dice puntualmente que los centros de trabajo están obligados a detectar a las personas trabajadoras expuestas a condiciones de estrés o que hayan vivido eventos traumáticos.
También propone que los centros de trabajo realicen evaluaciones periódicas del entorno organizacional, que practiquen exámenes médicos y que tomen medidas de control para conjurar la violencia.
¿Por qué México cuenta ya con una norma desarrollada para el ámbito del trabajo, pero no nos hemos preocupado por generar otra de similar corte para la esfera educativa?
¿Cabe interrogarse si no está más normalizada la violencia dentro de la escuela que al interior de los centros de trabajo?
El país entero está revisando todas las formas de violencia y la que se ejerce dentro de las escuelas no puede quedar fuera del ojo público. Sobre todo en el México contemporáneo, donde las personas en edad escolar —adolescentes y jóvenes— son quienes en mayor número resultan víctimas de la epidemia suicida.
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