Autor: Alejandro Hope
La comandante María Sonia Arellano Mendoza era una policía ejemplar del municipio de Irapuato. Hace cuatro meses, recibió de manos del alcalde un reconocimiento al mérito policial por su valor en el combate a la delincuencia. “Era entrona, no le tenía miedo a nada, siempre fue inteligente y actuaba mejor que cualquier policía hombre”, la describió un colega.
Pero su carrera de 15 años en la corporación se vio truncada la semana pasada cuando un grupo de pistoleros, presuntamente vinculados con el Cártel de Jalisco Nueva Generación, la secuestró junto con su esposo y su hijo. El niño y el padre vivieron para contarla, pero ella no. Su cuerpo descuartizado fue hallado en un camino de terracería a las afueras del municipio.
El homicidio de la comandante Arellano no es excepcional. En los últimos días, han sido asesinados 12 policías municipales, incluyendo a tres mujeres, en Guanajuato. Con esto suman ya 60 policías asesinados en ese estado en lo que va del año. Eso equivale a una de cada 110 personas que laboran en las corporaciones municipales guanajuatenses.
El caso de Guanajuato es extremo, pero ciertamente no es único. De acuerdo a un conteo realizado por la organización Causa en Común, se han registrado 409 asesinatos de policías en 2019, distribuidos en 27 entidades federativas. Con esto, está cerca de alcanzarse el total de 2018 (421).
Lo he dicho antes en esta columna, pero vale la pena repetirlo: no es normal que mueran tantos policías. En Estados Unidos, fueron asesinados 52 oficiales de policía en 2018. En Brasil, el número comparable fue 307, a pesar de que en ese país hay balaceras continuas entre la policía y bandas criminales.
Es también importante reiterar que las agresiones a los policías nos afectan a todos, por cuatro razones que ya he expuesto en columnas previas:
1. Las agresiones contra policías facilitan la corrupción. Si la amenaza de plomo es altamente creíble, la oferta de plata se vuelve más atractiva para los elementos policiales. En ese sentido, los ataques externos socavan la integridad de las instituciones.
2. Ante la posibilidad de ataques, las tácticas y el equipamiento de las policías se militariza. Eso limita la posibilidad de prácticas de policía comunitaria y aleja a las corporaciones de la población, lo cual acaba reduciendo la eficacia de las instituciones de seguridad pública.
3. Si los policías se sienten bajo asedio, aumenta la probabilidad de que cometan violaciones graves de derechos humanos o usen la fuerza de manera desproporcionada e irracional.
4. Las muertes de policías exacerban el temor de la sociedad. Si una comandante de policía puede ser secuestrada, asesinada y descuartizada impunemente, a plena luz del día, nadie puede sentirse a salvo.
Dado esto, el asesinato de policías debería de ser considerado un hecho gravísimo que ameritaría una respuesta excepcional tanto del Estado como de la sociedad. Pero no es el caso.
Sobra decir que la inmensa mayoría de los asesinatos de policías se queda impune. Pero también vale la pena notar que la muerte de un policía genera muy poca indignación social. Un hecho tan brutal como el asesinato de la comandante Arellano se fue a páginas interiores de los diarios. El asunto no tuvo mayor impacto en redes sociales. Se trató como una noticia más.
Si no nos importa la vida de los policías, ¿cómo podemos pedirles que protejan la nuestra?
alejandrohope@outlook.com.
@ahope71
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