Autor: Antonio Navalón
Los relojes nunca paran. Sin embargo, si uno observa bien la actuación del poder, el baile de las personas y el momento actual de nuestra historia, se dará cuenta de que pareciera como si el diapasón que marca el ritmo se hubiera vuelto loco. Ya no hay antecedentes ni reglas, lo que nos queda son miedos históricos instalados en la psique, en el alma y en la historia de los pueblos. A cambio de ello, todas las reencarnaciones de lo que antes significaba la personalización del miedo han desaparecido.
En la actualidad la política del Gran Garrote de Monroe ha dejado de tener efecto y en su lugar ha surgido una curiosa batalla de la que jamás pensé que sería testigo. La guerra entre los gobernantes y los medios de comunicación es tan brutal que marca el fin del sueño de los padres fundadores de Estados Unidos y trae al presente aquella declaración de Thomas Jefferson, “prefiero tener prensa sin gobierno que gobierno sin prensa”.
Vivimos en un mundo en el que la verdad y la mentira están empatadas. La batalla de la percepción pública ha dejado de tener la prueba inapelable para distinguir entre lo que es verdad y lo que es mentira. Todo se ha convertido en un juego de sensaciones y es como si se tratara de figuras chinas reflejadas en una pared por las luces que quedan de esta época. Vemos a los políticos entrar, salir, actuar y decir, pero sin que se escuche música alguna de fondo, y es que al final del día la razón por la que no se escucha nada es porque ni el Banco Mundial ni el Fondo Monetario ni el telón de acero ni nada con lo que fuimos amamantados sigue teniendo vigencia, todo fue barrido por el viento.
Para poder seguir tratando de entender el mundo tal y como fue y el porqué ha dejado de ser como era, es necesario ser conscientes de que todo lo que está sucediendo en la actualidad es nuevo. El gran trauma que tenemos todos los pueblos –tanto los que mandan, los que obedecemos como los que se suben a pilotar el avión sin tener la experiencia, pero sí la voluntad– es que, ante la ausencia de referentes, somos carga muerta del vaivén de la historia, el cual, su resultado final es negativo en cierto sentido, pero resulta inevitable no vivir el proceso.
El impeachment, al igual que la verdad, tiene poca importancia. Los medios de comunicación se han transformado en una especie en peligro de extinción. La única manera de tener un periódico es si tu apellido es Bezos o si eres un multimillonario con tantos intereses tan fuertes que no te importa que las personas paguen por la información ni que los anunciantes paguen por publicidad. Hemos llegado a un punto en el que todas las realidades económicas han sido suspendidas.
Crecimos y nos desarrollamos buscando en el libre comercio la verdad, la competencia y la igualdad de oportunidades, para que el defensor y quien tenía encomendado el cuidado de las llaves del San Pedro de la economía de mercado las tirara al mar, renunciando a la libertad del comercio y dedicándose a disparar aranceles allí donde hubiera un ligero movimiento. Estados Unidos ya no es el país que soñaron los padres fundadores. Antes, en ese país mentir, no tener libertad de expresión o mandar a morir a las personas bajo lo que Eisenhower denominó como “influencias injustificadas por el complejo industrial-militar”, era grave. Sin embargo, hoy nada es grave. Lo único que goza cierto grado de gravedad es el último tuit publicado o la última gota derramada a raíz del odio generado en la sociedad.
Cada vez que escucho hablar de corrupción, ese terrible problema que ha conseguido emponzoñar toda la clase política sin límites geográficos, pienso en lo peligroso que es hablar del tema en abstracto. Por ejemplo, cuando escucho comparar la corrupción que hay en México con las experiencias que ha habido en otros países, nunca dejo de pensar que nuestra corrupción –como toda nuestra vida– pasa en medio de una guerra civil encubierta. Vivimos en un país donde es más fácil y barato matar que perseguir a los malos o que comprar en la calle.
A pesar de que hemos llegado al punto en que hemos desgastado el discurso moralizador de que no hay que robar ni corromper, me gustaría decir que echo de menos aquel discurso sobre que también es pecado matar y que tenemos que dejar de matarnos unos a otros. Estamos siendo partícipes de un baile sin música y sin reglas. Un baile marcado por el ritmo de los presidentes y que los pueblos lo siguen a golpe de Twitter, Facebook o Instagram. Los taconazos y los pasos son puramente emocionales y es un baile no de lágrimas, sino de odio, donde cada uno puede volcar el trago, el sentimiento o decidir pagar la cuenta pendiente.
América, al igual que el resto del mundo, está desdibujada y buscándose a sí misma. Ni la América del Norte, ni la del Centro ni la del Sur son lo que fueron alguna vez. Y en medio del cambio, no quedan más que saltos dantescos de las historias que –con independencia de lo que se pueda llegar a producir en un futuro cercano– simplemente será difícil, ya que por el momento ni hay partitura ni hay guion ni existe una dirección a seguir.
Felices fiestas, feliz Año Nuevo y volveremos en los primeros días del año 2020.
Nos volveremos a encontrar el lunes 6 de enero.
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