Estoy convencido de que a nuestro presidente, hace año y medio, le parecía que esto iba a ser un camino de flores. No que tuviera un plan muy elaborado, pero sin duda, en su cabeza, la combinación de treso cuatro proyectototototes –ya saben, el tren, la refinería…– con su estatura moral sin precedentes, su ejemplo casi sobrehumano, más esa inteligencia excepcional para entender cada aspecto de la vida, de la economía al beis, llevarían a este país a la grandeza en cuestión de meses, y a él, a la consagración histórica.
Uy, pues no.
Hoy, la economía está reventada, su plan de salud pública es un ornitorrinco sin espinazo, su estrategia contra la pandemia –esa que iban a copiar en todo el mundo– tiene tantos cuestionamientos como su creador (tal vez porque rompimos hace poco un récord de muertes en 24 horas), y la violencia, que nunca se detuvo pero que dejamos un poco en suspenso en nuestras cabezas, agobiados por el virus, está disparada, como habrán notado en los últimos días con los asesinatos que no paran, las emboscadas, los bloqueos. Según comenté antes aquí, este desastre encontraba un paliativo en dos argumentos muy del obradorismo: la congruencia y la lucha contra la corrupción. Pero pues ya son los Bartlett, y lo de Zoé, y lo de Yeidckol, y Ana Gabriela, y el imperio Sandoval–Akerman, y el Cartier de la propia secretaria de la Función, y el Rolex del canciller, y doña Beatriz Gutiérrez en asiento de primera, y las trocas que remplazaron al Jetta…
Esto tiene consecuencias en términos de una de las dos cosas que realmente le importan al presidente: su popularidad. Las giras empiezan a volvérsele una mala experiencia, cada vez más increpado en sus comparecencias públicas –recuerden la manera en que sus camionetas embistieron a los quejosos hace unos días–, mientras que su popularidad cae: es alta todavía, pero no alcanza, ni de lejos, para ponerlo en el santoral nacionalista.
Lo que, sumado, pone en entredicho la otra cosa que le importa: el poder absoluto y extendido. Por mal que esté la oposición, y está fatal, no es improbable que la 4T sufra un revés en las legislativas del año que viene. ¿Se imaginan? No más disponer de nuestro dinero, no más amenazas a los órganos independientes (si queda alguno).
Eso explica, como se ha dicho, su embestida contra el INE, al que acusa con toda falsedad de haber avalado el supuesto fraude de 2006 y, faltaba más, de ser carísimo. Tumbar al INE es, en efecto, un camino sin regreso: el fin de la democracia mexicana, salvo que crean que una elección armada, digamos, en Segob va a ser más limpia que por ejemplo la consulta de Texcoco.
Dice Mauricio Merino en una muy leída columna que en algo tiene razón el presidente: llegó el tiempo de definirse: en favor o en contra de este proyecto autoritario. Así parece.