La llegada del sars-cov-2, el confinamiento, la “nueva normalidad” y el miedo al covid-19 han provocado dos fenómenos simultáneos: el éxito de las ciclovías emergentes y el darle la puntilla al transporte público.
Excepto en Ciudad de México, León, Guadalajara y Monterrey, en la mayor parte del país el transporte público es de baja calidad, con autobuses contaminantes y microbuses atestados —aunque sean unidades nuevas, carecen de control de estabilidad y se les instalan más asientos para maximizar su ocupación.
Golpeados por cuatro meses con ingresos a medias, sin el pasaje habitual del que dependen y con imposiciones caprichosas de las autoridades, el transporte público enfrenta un lugar común repetido hasta el cansancio por quienes no lo utilizan: el miedo al contagio.
En rigor, el riesgo de usarlo puede ser similar al de acudir a misa, a un bar, entrenar en un gimnasio o salir de compras al centro de la ciudad o caminar por una calle concurrida. Actividades de riesgo medio y alto.
Esta pandemia convirtió a países enteros en conejillos de indias, dice Yuval Noah Harari, donde se llevan cabo experimentos sociales en gran escala, como el teletrabajo, la educación online y el confinamiento.
Lo que ocurre en la movilidad es otro de esos experimentos masivos. Desde el gran confinamiento hasta el impulso masivo al uso de la bicicleta, con las ciclovías emergentes, un avance enorme en la recuperación del espacio que los automóviles habían usurpado en las últimas décadas. Lo malo es que se realice a costa del transporte público.
Que la epidemia haya hecho avanzar la bici en las ciudades es de celebrar, pero si algo tienen que cuidar los movimientos ciclistas, las agrupaciones ciudadanas y las autoridades estatales y municipales es no criminalizar al transporte público ni sembrar el miedo al contagio entre sus usuarios.
Hay millones de pasajeros cautivos que no tienen otro medio de desplazamiento que el transporte público. Puede ser un tema de elección para ciertos grupos y clases sociales, pero no para quienes habitan en las periferias, para las madres que van al trabajo y llevan a sus hijos al médico o a la escuela, para las cuidadoras o trabajadoras domésticas, para los estudiantes, para los obreros y albañiles, etc.
De suyo, invertir y transformar nuestros sistemas de transporte es complejo por la enorme cantidad de intereses con qué lidiar. Ahora, con los efectos negativos del covid-19, las dificultades son mayores.
Transformar el transporte público, intervenir concesiones, depurar padrones, negociar rutas, precios del pasaje y subsidios no implica ganancias políticas, por eso la mayor parte de los gobernantes prefieren solo administrar el problema y patear el bote.
Las ciclovías emergentes y el transporte público no pueden ni deben ser opuestos, sino al contrario, complementarios.
Nuestras ciudades, y en general nuestra civilización, han abusado del uso del automóvil privado, la manera de evitarlo es impulsar a los peatones, a los ciclistas y al transporte público, no satanizarlo para que la bici gane terreno. No a ese costo.