El horror: 26 personas asesinadas en un centro de rehabilitación de Irapuato.
Este no es sino el más reciente episodio de la catástrofe en cámara lenta que ha vivido Guanajuato en la última década. En 2010, según datos del INEGI, la tasa de homicidio de ese estado era 8 por 100 mil habitantes, tres veces menos que la tasa nacional. Para 2018, ya se ubicaba en 57 por 100 mil, casi el doble de la tasa nacional.
Allí no acabó la escalada. En 2019, el número de víctimas de homicidio doloso y feminicidio en Guanajuato aumentó 7.5% con respecto al ya desastroso año previo. Y en lo que va de 2020, el incremento es de casi 28% en comparación con los primeros cinco meses del año pasado.
Para simplificar, el número de homicidios en Guanajuato se ha multiplicado casi por diez desde 2010.
No se trata además solo de violencia entre bandas criminales, de “agresiones entre ellos”, como afirmó el presidente Andrés Manuel López Obrador hace pocos días. De acuerdo con la más reciente Encuesta Nacional de Victimización y Percepción de la Seguridad Pública (ENVIPE 2019), se cometieron en Guanajuato 1.54 millones de delitos en 2018, un incremento de 35% contra el año previo.
En ese universo de ilegalidad, destaca la extorsión: de acuerdo a la propia ENVIPE, la prevalencia de ese delito aumentó 29% en 2018. Y, a la par de los números, están las historias cotidianas de miles de guanajuatenses. Hace unos meses, circuló la noticia de la extorsión masiva a tortillerías de Celaya. Apenas la semana pasada, la Canaco de Salamanca denunciaba un acelerado incremento del cobro de piso entre sus agremiados, la mayoría de los cuales son pequeños comercios.
¿Qué explica este desastre? Ciertamente las teorías habituales no encajan muy bien. Guanajuato no está en una zona de producción de cultivos ilícitos ni en una ruta tradicional de trasiego de drogas. Es, además, un estado que ha experimentado un acelerado crecimiento industrial desde hace 25 años. Sus instituciones públicas no son perfectas, pero se parecen más a las de Querétaro o Aguascalientes que a las de Veracruz o Guerrero.
¿Y entonces? De nuevo, no tengo una muy buena explicación, pero me permito ensayar algunas hipótesis:
1. La economía del huachicol creó una infraestructura criminal que ya no depende del robo de combustible para su supervivencia. Las autoridades federales pueden haber cerrado la llave de los ductos, pero eso no hizo sino acelerar el tránsito de bandas hacia otros delitos.
2. Nunca ha habido una intervención federal a la medida de la emergencia. A principios de este año, la Guardia Nacional tenía más elementos por mil habitantes en Querétaro que en Guanajuato. Con esos números, no cambia la ecuación.
3. La coordinación entre autoridades federales, estatales y municipales ha sido mala desde hace varios años y ha empeorado notablemente desde 2018. La desconfianza entre niveles de gobierno es mayúscula y eso dificulta enormemente el trabajo conjunto.
4. No ha habido renovación en las instituciones estatales de seguridad y justicia. Sin entrar a la discusión sobre las virtudes y defectos del fiscal y el secretario de seguridad pública, un hecho es claro: no hay mucho espacio para la innovación de políticas públicas.
5. El carácter descentralizado del estado hace difícil la coordinación entre organismos de sociedad civil. Las mesas de seguridad y los observatorios ciudadanos de los principales centros urbanos no han logrado construir un mecanismo de acción conjunta.
En resumen, parecería que el problema de la seguridad en Guanajuato no es técnico ni financiero. Es eminentemente político.