No dejo de pensar en las palabras de la madre de la estudiante colombiana Ximena Quijano Hernández, la señora Sonia Hernández. Sus primeras palabras cuándo la entrevisté fueron de agradecimiento, estaba profundamente conmovida por las muestras de cariño de miles de estudiantes de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP) y de la Universidad Autónoma Popular del Estado de Puebla (Upaep). “#Niunabatamenos”, gritaron; después dijo que ojalá el asesinato de su hija sirviera como un parteaguas en el México violento: “mi hija vino a salvar vidas y ahora me la dan muerta […] ojalá este caso sirva para que nunca más suceda algo así”. Su valor, su entereza, la manera en la que enfrenta la tragedia de la pérdida más dolorosa es admirable y también me es ajena. Me recordó a los familiares de las primeras víctimas cuando comenzó la escalada de violencia en el sexenio de Felipe Calderón, cuando pensábamos que acabaría pronto, que sería pasajera la tragedia, cuando aún no había una indolencia social. Seguí asombrado ayer varios noticieros colombianos, todos abrían con la tragedia de Puebla, no podían creer el hecho, acumulaban los porqués, ¿cómo es que asesinaron con el tiro de gracia a tres estudiantes y a un conductor de Uber? ¿Cómo en una noche cualquiera? ¿Después de regresar de un carnaval? A las tres preguntas contesté en mi cabeza, sí, esto pasa en México casi todos los días, y pocas veces ocupan la portada de los diarios de circulación nacional, ya no nos alcanzan las hojas para imprimir los muertos y tampoco alcanzan los encabezados para sorprendernos.
Después escuché al fiscal del estado de Puebla, Gilberto Higuera, hablar de un sombrero. Explicó que, de acuerdo con las indagatorias, en el Carnaval de Huejotzingo, una mujer intentó quitarle el sombrero a Ximena, situación que detonó una discusión entre los jóvenes y esta mujer. Según el fiscal, este hecho habría provocado que los estudiantes fueran asesinados. “Sabemos que fue Ximena la que más lesiones por arma de fuego recibió (…) pero no podemos dejar de considerar lo relativo a esta discusión por el sombrero como un elemento que pudo haber detonado la agresión”. ¿Dónde deja parado al Estado que esta sea la razón del asesinato de cuatro personas? ¿Cuál es el grado de impunidad que se respira en el crimen organizado para asesinar por un sombrero? ¿A qué nivel de violencia hemos escalado? Poner sobre la mesa una línea de investigación con este argumento exhibe una ausencia del estado en su totalidad.
Y mientras esto sucede en Puebla, a 140 kilómetros, en Palacio Nacional, el Presidente, de su ronco pecho, con los prejuicios como bandera, se atreve a decir que el 60% de los asesinados en nuestro país anda en problemas de alcohol o drogas. Esta ignorancia sólo exhibe la falta de información real y datos que tiene el Ejecutivo; la base en la cual se sostiene una estrategia de militarización por todo el país, y, por último, un desconocimiento total de un fenómeno que se ha convertido en el gran pendiente de la 4T en los primeros 15 meses de gobierno.
El asesinato de cuatro jóvenes a nadie extraña, la fiscalía de un estado culpa a un sombrero y el Presidente imagina una guerra contra el narco llena de víctimas alcoholizadas y drogadas. De mal en peor.