Autor: Alejandro Hope
Hemos visto la escena muchas veces en los últimos 25 años: un grupo de víctimas y familiares de víctimas del delito se organiza y sale a las calles a exigir seguridad y justicia. A veces recorren unas cuantas cuadras, a veces caminan por el país entero. Por un momento, capturan la atención de los medios y obligan a una reacción, así sea meramente retórica, de los políticos.
Esa secuencia se repitió en estos días con la Caminata por la Verdad, Paz y Justicia, organizada por, entre otros, Javier Sicilia y la familia LeBarón. Sin embargo, hay en esta ocasión una diferencia notable, bien señalada por mi colega Carlos Vilalta en su columna del día de ayer (http://bit.ly/38GUsSI): el gobierno ha decidido confrontarse con la marcha y sus organizadores.
En su conferencia mañanera del 20 de enero, el presidente Andrés Manuel López Obrador afirmó lo siguiente: “Pueden entrar a Palacio Nacional, van a ser recibidos pero no los voy a recibir yo, los va a recibir el gabinete de seguridad para no hacer un show, un espectáculo. No me gusta ese manejo propagandístico…Tengo que cuidar la investidura presidencial como decía don Adolfo Ruiz Cortines, no soy yo, es la investidura”.
Cuando el presidente llama “show” y “manejo propagandístico” a una marcha de víctimas, es difícil suponer que un encuentro con el gabinete de seguridad pueda dar resultados positivos o generar una agenda de cambios. Más aún cuando se da en paralelo a una feroz campaña de desprestigio lanzada en redes sociales en contra de algunos de los organizadores de la marcha (particularmente, Julian LeBarón).
Esta línea de confrontación es un mal cálculo político para el gobierno. Por varias razones:
1. No se discute con el dolor de una víctima. Nunca: no hay argumento que pueda derrotar la experiencia de una vida trastocada por la violencia. Todos los políticos que han intentado confrontarse con los movimientos de víctimas (incluyendo al propio López Obrador en 2004, cuando llamó “pirruris” a los participantes de la marcha contra la inseguridad celebrada ese año) han terminado mal parados.
2. Todas las marchas de este tipo dejan un legado organizacional. Y esas organizaciones, le guste o no al gobierno, acaban siendo interlocutores indispensables de las autoridades de todos los niveles de gobierno. Empezar la relación con un conflicto no parece la mejor manera de establecer vínculos de cooperación para iniciativas futuras.
3. Daña la imagen internacional del gobierno. Guste o no, el caso LeBarón ha tenido resonancia mundial, particularmente en Estados Unidos. Entrar en conflicto con un movimiento encabezado por una familia que perdió brutalmente a nueve de sus integrantes manda al mundo una señal de indiferencia e insensibilidad. Eso difícilmente le va a servir al gobierno en un complejo entorno internacional.
4. Es una oportunidad perdida para relanzar algunas iniciativas que, según el propio gobierno, forman parte de su proyecto. En principio (y así lo delineó en su Estrategia Nacional de Seguridad Pública y en el Plan Nacional de Desarrollo), el actual gobierno federal está a favor de establecer mecanismos de justicia transicional e impulsar una política amplia de pacificación ¿Qué sentido tiene entonces entrar en conflicto con un movimiento que explícitamente impulsa esa agenda? ¿Por qué no usar la marcha como una plataforma para retomar esos temas?
En conclusión, nada gana y mucho pierde el gobierno al entrar en una disputa con un movimiento que tiene la legitimidad del dolor. Ojalá recapaciten.
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