México vive, políticamente, en medio de dos paradojas.
Andrés Manuel López Obrador busca una oposición. Él, que ganó con 30 millones de votos, que venció la maldición de ser un presidente sin apoyo en la Cámara de Diputados, no se ‘halla’ sin alguien con quién pelearse.
Los mexicanos le dieron la oportunidad por la que luchó infructuosamente en dos ocasiones. En 2018, los votantes aceptaron su diagnóstico de país y le aprobaron la idea del cambio.
Y simultáneamente, la ciudadanía castigó a los partidos tradicionales, esa clase política que llevó a un nivel de perfección su connivencia frente a los actos de corrupción, impunidad, y ante los ‘desajustes’ de un modelo económico que condenaba a la pobreza a medio México.
La elección de hace dos años puso a AMLO en una posición privilegiada. Sumando unos cuantos votos en las cámaras, tendría todo para cumplir el mandato surgido de las urnas: limpiar a México de corrupción, privilegiar a los pobres, acabar con los despilfarros.
Sin oposición que le incomodara, el presidente de la república podría ocupar su tiempo y energía en trazar la hoja de ruta para cumplir sus promesas.
Pero no ha sido así. López Obrador se forjó en la lucha por obtener el poder, pero no se preparó para ser un gobernante.
Sólo entiende la política si avasalla a otro. Le gusta pensarse como un campeador, le destempla pasar 24 horas sin aparecer en el ruedo –ya sea con un video para arengar a sus huestes, o en uno lleno de diatribas contra su fantasma. Porque eso es lo que tiene enfrente: una oposición fantasma.
La primera paradoja de la democracia mexicana es que el Presidente que podría, cual ingeniero con grandes planes, dedicarse a cambiar todo, emplear en eso su creatividad e ímpetu, prefiere invertir buena parte de su día en tratar de inventar la imagen de una oposición que sólo es peligrosa en su cabeza, en sus temores.
La segunda paradoja la encarnan aquellos que desde el triunfo de López Obrador el 1 de julio de 2018 no se resignan al resultado de la democracia.
Por un lado, está la llamada oposición tradicional. Desbalagados, resentidos pero sobre todo desorientados, los partidos políticos que gobernaron México desde los ochenta no saben articularse frente a quien ha logrado convertirlos en la bestia negra del cuento que se cuenta todos los días desde Palacio Nacional.
Primero, pecaron de ansiosos con aquel intento fallido encabezado, sobre todo, por el panista Javier Corral, gobernador de Chihuahua. Luego su repliegue fue casi total. Hoy, tras 24 meses de su derrota, el PRI está desaparecido y el PAN extraviado.
Frente a un Presidente poderoso pero proclive no sólo a salidas deschavetadas sino a políticas y proyectos de endebles cimientos, ante un mandatario que trae a la memoria de muchos los peores vicios del autoritarismo priista, en estos dos años la otrora oposición no sólo está lejos de articular un discurso alternativo, sino que ni siquiera ha podido dar muestras de que entiende el reto que se avecina.
Y desde las clases empresariales, tanto como de otros sectores de la sociedad civil, se puede decir lo mismo que de los partidos tradicionales: no saben cómo ser oposición sin ser la oposición que conviene a AMLO.
Para justificar graves errores y no pocas insuficiencias de su gobierno, el Presidente anima diario a botargas marchitas que añoran un modelo rechazado en las urnas.
Y los opositores, en vez de reinventarse, creen que el fracaso del tabasqueño les dará no sólo una victoria moral (ni a pírrica llegará), sino que les posibilitará el añorado regreso.
Esa es la doble paradoja que nos tendrá atorados un buen rato.