Autor: Salvador Camarena
Allá por los años del calderonismo, al PAN le urgía que su caballada presidencial engordara. Cómo estarían las cosas que hasta se mencionó como suspirante a Los Pinos a Heriberto Félix, un sinaloense que pasó por la administración pública con más pena que gloria. Al final, como se sabe, Acción Nacional postuló a su primera candidata mujer a la Presidencia, que quedó en tercer lugar.
Cuentan que sobre la falta de opciones que enfrentó su entonces partido a la hora de seleccionar candidato, Felipe Calderón se quejó de Heriberto Félix. “Le puse un Ferrari, pero ni de la cochera lo sacó”, habría dicho el expresidente. Ese Ferrari fue la Secretaría de Desarrollo Social, de la que el sinaloense fue titular de 2009 a 2012.
Hace unos días, otro personaje habló de las campañas. En este caso, de la de 2018. José Antonio Meade dijo en Estados Unidos, sobre su derrota como candidato del PRI, que él “tenía un Chevy y con ese me tocó competir”.
Ese mismo Chevy, para atenernos a la metáfora de Meade, ganó en dos de las entidades más competidas políticamente sólo un año antes: Coahuila y Estado de México.
Así que el Chevy caminaba. ¿Que la presidencial es otra cosa? Sin duda, pero además de una mala marca (sorry Chevy, no fui yo, fue Pepe) para la competencia más ruda, el piloto que aceptó no sólo meterse a la carrera en ese vehículo, sino venderlo como si fuera un avión que ni Obama tenía, para citar al clásico, podría ofrecernos un poco de autocrítica de lo que hizo, o no hizo él, para ganar.
Porque Meade también tuvo varios Ferraris. Fue dos veces secretario de Hacienda, una de Energía, canciller y, Ferrari de Ferraris, también titular de la desaparecida Sedesol.
La pista sobre la cual se disputaba la carrera presidencial estaba pavimentada de escándalos.
Hubo en ese proceso un candidato presidencial que proponía que olvidáramos lo mal que estaba el camino, que mejor pensáramos cómo íbamos a comprar en Amazon sin pagar en una caja física.
Hubo otro candidato que se la pasó diciendo que todos los baches de la carretera eran por la corrupción y las raterías de los constructores, públicos y privados, que durante 30 años se intercambiaron poder y favores.
Y, por supuesto, estuvo el candidato Meade, que dejen ustedes el auto que traía, los volantazos que tenía que dar para evitar caer en hoyos de amnesia sobre temas como los siguientes:
Como secretario de Relaciones Exteriores, Meade participó al inicio del peñismo en el esquema que dio a una organización presidida por Josefina Vázquez Mota, en total opacidad y nula rendición de cuentas, más de mil 100 millones de pesos. Nunca explicó por qué autorizó eso como titular de la Cancillería.
Meade sucedió luego en Desarrollo Social a Rosario Robles, y de no ser por la Auditoría Superior de la Federación, la Estafa Maestra nunca se habría perseguido (lo poco que se ha perseguido).
Y finalmente Meade fue secretario de Hacienda de Peña Nieto, lugar desde donde debía cuidarle las manos a una de las camadas de gobernadores más depredadores del país, que tiene maestría en eso. ¿Ustedes lo recuerdan muy proactivo?
Al conducir los Ferraris que le prestaron, el piloto Meade no fue conocido por su audacia contra la corrupción y los corruptos, tema de las campañas de 2018. Y sí como un artífice de un modelo que generaba fortunas delirantes a un puñado y desigualdad de referencia internacional.
A estas alturas habría que preguntarle al expresidente Peña Nieto si su plan maquiavélico era tener al candidato más débil, presentado como una persona decente, que no dudo que sea, para así negociar con el que ya se veía que triunfaría.
En fin. La derrota de 2018 nadie la quiere asumir en el PRI. Pero el candidato que prometió portar con orgullo la chamarra roja debería no culpar a la carrocería que le dio aventón. Porque no sería miembro del partido, pero sí lo fue, y no menor, del gobierno considerado más corrupto de los últimos tiempos.
Qué fácil culpar al Chevy en vez de a la corrupción. Qué culpa tiene la General Motors.