Gobierno en cuarentena

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Salvador Camarena

Hay dos conversaciones. La de la calle y la de la mañanera.

En la primera, ayer sonaba el silencio de restaurantes con clientela diezmada, las tantas avenidas con tráfico vacacional más que de un martes, y las oficinas y escuelas vacías, abandonadas por familias que, como en el 85, desoyen el pueril optimismo gubernamental para procurar salvarse por sus propios medios.

En la segunda, México es más grande que todos sus problemas (pero no mencionan que esos problemas costaron cientos de miles de muertos en guerras civiles, la pérdida de medio territorio, masacres de pueblos indígenas y de trabajadores, saqueos impunes, etcétera). En esta otra conversación, hablan muy pocos y dicen menos. Día con día repiten sin cansancio que el sentido común no es confiable, que el pasado reciente y sus emisarios son los culpables de todo lo malísimo que nos pudiera pasar de aquí a la posteridad, y que lo buenísimo está ahí, al alcance de la mano, que si nos ponemos los anteojos de borrego dejaremos de preocuparnos por la realidad.

Esas dos conversaciones no se hablan entre ellas. Sobre todo porque la segunda no ha querido escuchar a la primera. Ni en un año y medio. Ni en las últimas semanas. Menos en las horas de la pandemia.

Qué paradoja: el gobierno de la República, que ha intentado retrasar por todos los medios el inicio de cuarentenas generalizadas, se ha metido él mismo en un aislamiento que no le permite instrumentar una reacción articulada, pública y convincente para la crisis en que estamos.

Piensen en un banco grande, en una cadena de autoservicios o en una de las marcas de productos comestibles más emblemáticas del país. ¿Listos? Las probabilidades de que hasta el lunes el gobierno no hubiera contactado para hablar de coronavirus a las empresas que les vinieron a la mente son muy altas. Muy.

Porque el país no estará en cuarentena, pero el gobierno de López Obrador sí. No llaman a nadie, no contesta nadie. Los sectores productivos han venido tomando medidas para protegerse y proteger a sus colaboradores ante el pasmo de una administración ensimismada y berrinchuda, porque las cosas se han descompuesto. Y lo mismo las familias.

Que no quieren que me abrace en los mítines, pues tengan, me abrazo aquí mero en la mañanera con mi patiño del momento, el señor López-Gatell. ¿Cómo la ven?

Pero la gente responde: con chistes, con memes, con estrés y mentadas, sí; pero también con responsabilidad. La gente, la dueña de la conversación que sí vale, puede cometer locuras –agotar el papel de baño– pero no come fuego; por lo que entiende el valor de aislamiento y saca a los niños de la escuela antes de lo que dice la SEP, y marchan de las oficinas a trabajar en casa, y se ponen guantes, y se frotan gel antibacterial, y cambian el saludo y hacen por sí mismos todo lo que saben que este gobierno, que prometió un cambio pero a la hora de la verdad es igualito a los anteriores, no hará por ellos.

Porque en estas horas es claro que diversos grupos de la sociedad rebasan a un gobierno entre pasmado e impulsivo, y se atreven a intentar organizarse, escuchar sugerencias de expertos, así sean ajenos en ideología o procedencia, y a no jugar a la politiquería cuando está de por medio la salud, la vida o el patrimonio.

Hay dos conversaciones. La de la calle, que comienza a demostrar una vez más su vigor y alcance. Y la del gobierno de AMLO, que vive aislado en su sordera autoinfligida.

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